No te conocí personalmente, pero te conocía de toda la vida. Solo crucé unas pocas palabras contigo, pero siempre te veía en el porche de Fcom, con los alumnos. Oí hablar de ti. Y siempre bien. No lo digo porque es lo que se acostumbra a decir cuando alguien se va. Lo digo porque es la verdad. Tan cierto como que tú querías ser Paco Sancho de mayor.

No tuve la suerte de mis compañeros, no te tuve como profesor. Pero también aprendí de ti. Aprendimos. Aprendimos de ti que lo importante en Periodismo (con mayúscula, igual que tu legado) no es la forma, sino el contenido. Que las buenas historias se cuentan con las palabras necesarias, ni una más, ni una menos. Y que adjetivos, cuantos menos, mejor. Fuiste un maestro de historias, y ese es el regalo más grande que nos has dado.

El buen humor te precedía. Y también la ironía. Ah, y el cigarro. Persona querida por todos, has hecho que varias generaciones de alumnos y profesores te lloren como a un padre perdido. Y sin pretenderlo.

En las últimas horas he aprendido más de ti que nunca. Tus propios alumnos y colegas te han descrito con las palabras más bonitas que han encontrado. Han escrito tu historia, igual que tú escribiste las historias de tantos; han titulado con arte, con maestría. Y lo han hecho con el corazón. Ojalá que cuando a cada uno de nosotros nos llegue la hora, una sola persona nos recuerde con tanto cariño y admiración como te recordamos a ti todos; porque de ser así, nuestra vida y esta fascinante profesión habrán merecido la pena.

No sabría cómo definir que es ser un buen profesor, una buena persona y un periodista convencido, todo al mismo tiempo. Solo sé que se parecería mucho a ti.

Hoy todos te hemos recordado entre sonrisas y lágrimas. Sonrisas por las anécdotas y enseñanzas que nos dejas, y lágrimas porque te has marchado de Fcom. Pero que nadie se preocupe, las personas mueren cuando se olvidan, y a ti te queda carrete para rato.