Ángela llamó a mi puerta la semana pasada. Ya me había mandado unos cuantos whatsapps avisando de su llegada, pero decidí ignorarla. No es que sea borde, es que nunca me viene bien que me visite. Siempre tengo un motivo para seguir forzando la máquina: la emoción del curso, las nuevas oportunidades laborales, los (re)inicios… Una excusa, y otra, y otra, y otra…

Y Ángela encuentra siempre el modo de ignorar el portero automático del portal para llamar a la puerta de mi casa.

Escuché el timbre a través de mi teléfono, mientras intentaba hacer la compra en un supermercado. Noté de repente que el mundo empezaba a torcerse, las cosas no estaban donde yo creía, el espacio delante de mí empezó a cerrarse… Supe que era una llamada de Ángela, supe que eso tenía que frenar, y me acordé de Clemente y de su respirar. «Para», me dije.

Paré.

El mundo volvió a su lugar, pero me asusté. Por supuesto, la compra final fue un desastre.

El cuerpo y la mente avisan. Primero son notificaciones de calendario -poco ruido, poco rato-, luego de email -ruido, pero breve-, pasan a ser de whatsapp, de grupo de whatsapp de vecinos, y terminan siendo llamadas perdidas y mensajes en el buzón.

Pude parar. Lo justo, lo necesario. Dormir, disfrutar, no pensar, reír, andar, saltar. Hacía tiempo que no sentía que me reencontraba tan a fondo conmigo misma. El móvil estuvo apagado un día entero, algo que no pasaba desde la primera vez que me regalaron uno.

Hoy hemos vuelto a la realidad, a la rutina. Sigo con miedo a no saber parar, a creer que puedo con todo. Porque poder, puedo, pero el precio empieza a ser demasiado alto. Toca ahora descubrir hasta qué punto compensa.

Al menos, esta vez, la llamada de Ángela ha servido para algo. Al menos, esta vez, me he dado cuenta de verdad, de que hay algo más que vivir en permanente carrera.