Me prometí no volver a escribir en el blog. Lo hice en un momento en el que ciertas críticas dolieron más de lo habitual. Lo mantuve activo. No sé por qué. Quizá porque soy una romántica. Quizá porque no quería decir adiós a la Bego. Quizá porque no quería cerrarme la puerta a mí misma.
A finales de año dejé la terapia. A principios de este 2023, peté, lloré, grité, me agobié y llevo casi dos meses en un estado demasiado zen como para estar bautizada como Otazu Garde. Como dice una persona a la que admiro, hay que aprender a decir «me la suda». Y ostras, lo estoy aprendiendo demasiado bien. No sé si es buen momento para ello, pero me la suda.
Llevo unos días de parón profesional. No hablo apenas, me cuesta, pero de lo que no he parado es de dedicarme momentos. Esta semana me he tomado el vino con las olivas que me merecía porque así se me recomendó en un WhatsApp. Y, efectivamente, no hay situación que no mejore con aceitunas.
Esta semana también he apagado el ordenador casi tantas veces como lo he encendido. He perdido el tiempo casi tanto como lo he ganado. Estoy gestionando mi tiempo peor que nunca y, aunque me está costando asumirlo, es lo mejor que he podido hacer.
Me estoy permitiendo ser inestable. Estoy aprendiendo a quererme así. Al margen de los kilos y las ojeras. Me da pena sentir que no siempre logró respetarme, pero, al menos, estoy trabajando en ello. Es, por ahora, lo máximo que puedo exigirme.
Te quiero, Bego.