Digamos que llevo meses sin escribir nada. Gran error para un proyecto de periodista. Qué alivio, para los que me consideran una pesada. Quizá es que no tengo nada que contar. Quizá no sea eso. Me inclino más por pesar que tengo muchas cosas que contar, pero que no me apetece hacerlo.
Me ha costado mucho volver a escribir en este blog. Muchos se ríen de mí cuando digo que echo terriblemente de menos mi vida en Escocia. En especial a mis amigos, a los que sigo viendo de vez en cuando por Skype. Ya estoy metida de lleno en la rutina y aunque casi no tengo tiempo para mí, me siento aliviada. El estar sin hacer nada en el verano me agobiaba. Si, vale, debería aprovechar para descansar, pero el descanso me aburre.
De todas formas ha sido un verano genial. Ha habido cosas de las que prefiero no acordarme, me ponen triste. Pero en términos generales, no ha estado mal. He redescubierto el significado el término amistad. Me he sentido realmente arropada por los míos y eso es lo más bonito que hay.
Y ya está aquí el otoño.
Qué rápido ha pasado el tiempo.
Hace un año estaba con los preparativos para marcharme. Papeles por aquí, papeles por allá… Residencia, convalidación de asignaturas, vuelo… Que sí, que aun me quedaban muchos meses, pero ya se sabe que mujer precavida vale por dos.
Y aquí estamos, muchos meses después, estudiando otra vez la carrera que tanto me gusta, aunque haya asignaturas que no trague. Suerte que en mes y medio volvemos a Escocia. Lucía, María y yo. Tres petardas de vuelta a nuestros orígenes. Qué suerte hemos tenido de encontrarnos, qué suerte hemos tenido de seguir juntas. Vale, sí, nos separan kilómetros a las unas de las otras y no nos vemos muy a menudo (vale, a Lucía la tengo todo el santo día en clase, lo reconozco); pero qué bonito es saber que están a una llamada, a un whatsapp de distancia.
Y a mi pelirroja preferida. A esa sí que la tengo lejos. No le veo mucho porque le ha dado por trabajar como una loca (jodíaa). Pero qué alegría es ver un «tuuuuuuuuuuuuus, qué passsa». A pesar de que SIEMPRE me dé calabazas y nunca quiera unirse a nuestros viajes, la quiero «mogoshon». Tú, pelirroja, cállate y vente p’aquí, loca.
Anda que vaya panorama, amigos.
De vuelta en mordor, con un otoño averaneado, con menos tiempo libre del que tenía antes (que ya era poco), con ganas de dormir a todas horas y con un proyecto de futuro en stand-by.¿Y qué más da?
Bajones siempre hay porque las cosas nunca salen como tú esperas. Estos últimos meses han sido duros, y no solo por la vuelta. Hay otros asuntos más dolorosos que me han hecho ver el poco aprecio que demostramos por lo que tenemos y el daño que hacen las palabras dichas sin pensar. Hay demasiadas cosas materiales a las que damos mayor importancia que a las personas que nos rodean. Creemos que la felicidad consiste en tener el mejor coche, el mejor trabajo, la mejor casa… Y la felicidad está solo en esos pequeños raticos que pasamos con las personas que queremos.
O como me dijo mi tío, con un vaso en la mano y una larga noche por delante, ¿qué es la felicidad, Amaia, sino la ausencia de miedos?
¿Y quién te calma esos miedos que todos tenemos? Tus amigos, tu familia, tú mismo. Siempre habrá cosas que no salgan bien, siempre tendremos un futuro incierto por delante. Nunca podremos estar completamente seguros de cómo nos irá la vida. Una enfermedad, una muerte, un despido, un adiós… Estamos destinados a sufrir toda la vida, pero no tenemos por qué lamentarnos. Qué felices son muchos con una cuarta parte de lo que tenemos nosotros. Familias deshechas, personas hundidas que consiguen sacar lo mejor de cada situación. ¿Qué es la felicidad sino la suma de pequeños momentos alegres? Y aquí estamos, lamentándonos día sí y día también por pequeñas cosas que ni siquiera son relevantes.
«Qué felicidad», pienso mientras revuelvo la bolsita de té en mi taza azul, de asa grande. Mi taza azul, que ha pasado miles de noches en vela conmigo y mis apuntes. «Qué felicidad-repito-, he amanecido tarde, tengo una taza de té caliente en las manos y hoy ha salido el sol».