Buceando en las libretas

De vez en cuando es recomendable hacer una limpia: de ropa, de trastos, de cajones o también de personas. Estos días me ha dado por hacer limpieza de ropa y de cajones. He encontrado más de una decena de libretas con tan solo unas pocas hojas escritas.

Sí, tengo una adoración difícil de explicar por ellas. Siempre que compro una me juro que la llenaré de historias, pero es como aquello de mañana empiezo a cuidarme.

Sigo. En la mayoría de ellas hay al menos una historieta escrita. He encontrado la de Alberto. He intentado recordar las caras de Alberto y de su padre. Me ha sido imposible, no soy muy buena recordando caras, pero sí que he vuelto a sentir esa sensación de cariño que me acompañó aquel día. Estaba pasando por un momento complicado, digamos que de redefinición, de volver a encontrarme, de averiguar qué quería para mi futuro. El título de la libreta que me compré aquel verano creo que lo demuestra: «Dream it, believe it, achieve it».

Aquí va la historia de Alberto:

Benidorm, julio, 2018.

Me recuerda mucho a Pablo, al niño de azul de aquella playa de cuyo nombre no siempre quiero acordarme. Este creo que podría llamarse Alberto. Al menos tiene cara de Alberto, aunque también de Hugo.

Alberto, diremos, va sentado en su silleta y vive en el octavo piso, como yo. Hemos coincidido en un momento clave: esperando al ascensor. Yo me voy a dormir a la playa y él, a su silleta. Su padre me cuenta que se lo lleva a pasear para ver si se queda dormido. Y yo solo puedo pensar en que son las 17.30 horas de un 18 de julio en Benidorm y que si esto no es amor de padre, no sé qué puede serlo.

Le pregunto a Alberto que a dónde va y me responde que se va a dormir porque luego tiene teatro de niños. Me temo su respuesta, pero me lanzo: «Qué morro, ¿yo puedo ir?».

Alberto me escanea con su ojo clínico, de no más de seis años de edad. Evalúa mi cara de cansada, la ausencia de canas y confirma: «Sí, tú sí puedes ir».

Uf, qué bien. Por lo menos he pasado el filtro de edad.

Alberto se ríe y se tapa la boca, como si le diera vergüenza.

El ascensor sigue sin llegar. Le digo que vaya morro tiene, que le llevan en silleta. Su padre se ríe y me dice que en cuanto lleguen abajo se van a cambiar los papeles y que será Alberto el que empuje la silleta.

Alberto le mira con cara de incredulidad: «¡Pero si no entras, papá! Que los pies te llegan al suelo y frenas», intenta convencerle muy serio. Me meto en la conversación también muy seria: «Hombre, si tu padre levanta los pies, sí que podría».

Como ya hemos entrado en el ascensor, las demostraciones son complicadas.

Alberto se imagina a su padre tumbado en la silleta y se le escapa un «qué tontos».

Nos reímos los tres. Llegamos al cuarto piso.

Alberto intenta convencernos de que lo mejor es dejar las cosas como están: él en su silleta, su padre empujándola y yo, a la playa con mi libreta.

Segundo piso.

Dice Alberto que tiene que dormir porque el teatro es a las doce de la noche. Yo le digo que a esa hora es muy tarde, que es un teatro para mayores. Se ríe.

Planta baja.

Me dice adiós con la mano. Hasta luego Alberto. No prometo ser capaz de aguantarme las ganas de achucharte la próxima vez que nos veamos. Gracias por ahorrarme un viaje de ascensor hablando del tiempo. Nos vemos en el octavo.

Me pregunto cómo será Alberto hoy en día y si seguirá siendo así de adorable con las personas con las que sabe que solo va a compartir unos minutos de existencia. Ojalá que eso no se lo haya robado la pandemia.

See you.

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