La base del mundo

Te has ido.

No es un hasta el sábado que viene, como antes. Es un hasta siempre, y eso duele. Mucho.

He temido que llegara este día desde que jugábamos a las tinieblas en el cuarto del medio; desde que construíamos castillos en tu vestíbulo y para eso te robábamos todas las sillas y trapos que tenías en la cocina. A veces, cuando intentaba dormir en las literas de tu casa, me daba por pensar en que algún día todo eso acabaría. Entonces escuchaba las patitas de la Cati, fiel compañera, y me dormía tranquila.

Poco a poco fuimos creciendo. Las literas desaparecieron y dieron paso a cuatro colchones juntos en el suelo. Vaya noches de risas… y de gruñidos. Nos hacía mucha gracia cuando venías a mandarnos callar por hacer tanto ruido y sabíamos que, en el fondo, a ti también te divertía la situación.

Por la mañana siempre nos esperabas con un colacao y unas galletas, y para merendar, una naranja. Cómo nos hacía reír tu modo de darnos la naranja: la amasabas con las manos, incluso con el pie, le hacías un agujero en la parte de arriba y nos mandabas al sofá a todos los primos a beber el jugo.

Seguimos creciendo, los sábados se convirtieron en jueves y los desayunos en cenas. De menú: conejo con mucho, mucho «unto»-como tú decías-. Allí nos lanzábamos a la búsqueda del riñonico, que tanto te gustaba. Por supuesto, no faltaba tu tortilla de patatas. ¡Anda que no sonreías cuando te contábamos la envidia que dábamos en el recreo con tu bocata!

Recuerdo también las tardes de jueves en las que nos quedábamos haciendo los deberes. Solías venir a sentarte al sofá del cuarto del medio para charlar un rato. No sabes lo que me duele no acordarme de todas tus palabras. Luego también llegaron los domingos de misa y su correspondiente vermutico, claro. Tú siempre te pedías los fritos de calamar.

Los años pasaron y llegó la noticia: tenías alzheimer. Recuerdo que me costó muchísimos días ir a verte por miedo a que no me reconocieras, pero nunca me lo tuviste en cuenta.

Al principio te dio por invitarnos a merendar varias veces en una misma tarde. Sí, de esas galletas y pastas que siempre tenías en el armarito del comedor. Nos guardábamos el plástico de las pastas para que te creyeras que habíamos merendado, y tú fingías que te habíamos convencido.

Esa maldita enfermedad nos quitó muchas cosas, pero nos dio otras. Dejaste, por fin, que accediéramos a tu coraza y confesaste que seguías echando mucho de menos a tu marido, al yayo. «Yo quise a uno, no querré a más», decías.

Te quedaste viuda joven, con siete hijos a tu cargo, y te hiciste dura. A mí me gusta recordarte como te definen tus sobrinas: VALIENTE. Nunca has sido de dar abrazos, besos ni decir te quiero, pero sabías demostrarlo, y eso vale muchísimo más.

La enfermedad dejó que viéramos tu lado más travieso también. Había momentos en los que dejabas que saliese a la luz la rubia de la Sora.

Sí, la rubia de la Sora. Así te conocían en Gallipienzo. Aquella joven que una vez fue detenida en el pueblo por no sé qué travesura, se asomó a la ventana del primer piso, pidió naranjas a un vecino que pasaba y terminó tirándoselas al siguiente. ¡Aún tenías el valor de decirme -no hará más de unos meses- que unos llevan la fama, pero otros cardan la lana!

No sé a quién habremos salido los nietos.

Pero al margen de todo esto, y quizá también por todo esto, eras como eras: valiente, luchadora, admirable.

Una persona me dijo hace poco que las abuelas son la base del mundo y que, aunque se hagan mayores, son imprescindibles. Tú lo eres y lo seguirás siendo.

Dicen que las personas solo mueren cuando se olvidan, y a ti, yaya, te queda mucha vida por delante. Sigue brillando allá donde estés.

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