La Bego dice que soy una bomba de relojería. Me voy cargando y cargando hasta que llega un punto en el que PUM, adiós tranquilidad. Y razón no le falta.
A veces peco de decir todo lo que pienso para no cargarme. Otras veces no digo nada por no discutir o por no meterme en berenjenales que no me incluyen directamente. En unas u otras ocasiones, termino arrepintiéndome de la decisión.
El punto medio es el más complicado de lograr.
Mentira.
Lo más complicado es no chamuscar el edificio completo cuando voy a explotar. Y por eso, últimamente estoy adoptando cada vez más la técnica de LA REFLEXIÓN. Vamos, tomarme una caña (o un poleo-menta, todo vale) y aislarme del mundo. He descartado el café porque los efectos de la bomba pueden ser demenciales.
(Ay, hacía mucho que no escuchaba la palabra demencial. Demasiado tiempo sin ver a una que yo me sé).
En fin, a lo que íbamos.
El estrés de los últimos meses, unido a un máster que no tengo tiempo ni de disfrutar, me han llevado a picos que nada tienen que envidiar al Everest para luego caer a simas que tampoco envidian al Macizo de Arabika. Sin embargo, hay veces que en el viaje entre un punto y otro, logro darme cuenta de que la vida es demasiado corta para tomársela tan en serio. Son las que menos, pero son más de las que razonaba hace unos meses. Imagino que crecer en altura-algo que llevo sin hacer desde los doce años- no tiene nada que ver con crecer por dentro. Ahí sí empiezo a sentirme alta.
Creo que estas vacaciones eran más necesarias que nunca.
Bego, gracias.