Últimamente la Bego hace horas extras.

La mayoría de ellas no están pagadas, pero eso ya lo sabe ella, aunque sigue trabajándolas igual. Algunas de esas horas son -dentro de lo que cabe- satisfactorias. Por aquello del «ayer fue por mí, hoy es por ti, mañana será por las dos».

Son las más gratificantes porque aunque la Bego y mi mente estén completamente agotadas y no sepamos dar ningún tipo de consejo útil, sé que al otro lado de la comunicación hay pequeños seres de luz con los que completamos un equipo incombustible.

No hay pena que cien años dure, ni cuerpo que lo aguante. Eso lo tenemos claro. Eso sí, más nos valdría tener claro que nuestro cuerpo no va a aguantar tantos ataques continuados al chocolate de la despensa. O igual sí, pero espero no tener que comprobarlo.

Ahora mismo se nos ha puesto la vida un poquito cuesta arriba, y tenemos las bombillas a punto de fundirse. Estamos tomando medidas profesionales y no profesionales: chocolate, charlas a horas intempestivas, desahogos. Veremos qué resulta de ello.

Y lo bonito es que lo veremos juntas. Por eso son las horas extras más gratificantes. Porque son muestra de amistad y ‘bastonería’. Allí donde te tropieces, evitaremos que te caigas y nos incorporaremos juntas y más fuertes, que ya se sabe aquello de «el que tropieza y no cae, adelanta un paso».

Por otro lado están las horas menos gratificantes. Esas que haces porque quieres, porque salen de ti, pero que no terminan nunca de cuajar, de volver. Y entonces te preguntas si merece la pena, si se fuerza lo que quizá no tendría que ser. Y llegas a la conclusión que tantas veces te has repetido y que te permite seguir. No todas son. Algunas están, pero no son.

Aún así no perderemos la esperanza de una mejora. Paso a paso, frente a frente, como siempre deberían haberse hecho las cosas.

Ay, Bego, no me mires así. Y tráeme chocolate, por favor, que tenemos demasiados proyectos quemándonos las manos y necesitamos pensar.