Ayer dejé a la Bego en casa y me fui. Al principio gruñó un poco, pero no le quedó más remedio que quedarse en el sofá. O eso creía yo.
Un centenar de kilómetros más adelante, abrí el maletero y ahí estaba la jodida. Desde que ha vuelto a casa no hay forma de tener unas horas para mí sola.
Por lo menos se ha portado bien. Esta mañana se ha quedado sentadita a mi lado en la playa. Sin decir nada.
Reconozco que esta vez he sido yo la que ha iniciado la conversación. Y le he confesado que, a veces, le echo de menos. No sé si es por la brisa marina, por lo relajante que es la arena o porque está de resaca, pero no se ha reído de mí.
Ha asistido como una telespectadora más a la película que me he montado en la cabeza. Un auténtico largometraje que no ha tenido nada que envidiar a los bodrios de fin de semana de Antena 3.
Cuando la película ha terminado, me ha dado un abrazo y se ha tumbado en la arena. Y yo con ella.
Nos hemos quedado escuchando las olas, los gritos de los niños y los ladridos de cuatro perros que juegan a conocerse.
Con qué poquito somos felices.
Con qué poquito SOMOS.