Bego, ¡ha venido el Olentzero!

La Bego y yo salimos corriendo hacia la calle, escaleras abajo, con el pijama, las zapatillas de casa, una niña de seis años y descalza en brazos, dos primos pisando los talones y una perra que no paraba de ladrar. Aún así, no vimos al Olentzero. Bueno, la Bego y yo, no. La niña pequeña de seis años, sí. Pero justo, justo, justo, se metió en un coche que pasaba por ahí.

El coche era enorme, enorme, enorme, porque el Olentzero está gordo, gordo, gordo. Al menos eso dice la niña de seis años. El niño de cuatro años solo dice que quiere abrir los regalos porque le da miedo ir a buscar al Olentzero. E incluso se atreve a cuestionar la versión del coche: «Pero, pero, pero, tendría que ser un coche muy grande porque el Olentzero está ‘mu’ gordo». «Sí, sí, era muy grande» -asegura la niña. Y entonces el niño de cuatro años dice que también ha visto al Olentzero. Y grita: «¡Qué bien! ¡Me ha traído justo lo que quería!». Y yo, ya, si eso, muero de amor.

Creer para ver, que no ver para creer. Bendita infancia, Bego. Yo de mayor quiero ser como ellos y dejarme de pamplinas.

El Olentzero es gordo, tiene coche, trae regalos y se lleva las penas.

La Bego me dice que en Navidad me pongo excesivamente dramática. Bueno, en Navidad y el resto del año.

Joder, Bego, es que no me dejas ni quejarme un poquito.

Vale, no me pongas los ojos en blanco. Suelo quejarme, pero es mi naturaleza.

Me estoy haciendo mayor. Y tú también, Bego.

Hace algo más de un año que te encontré en ese banco y, a pesar de que te tenga en ‘mute’ en mi cabeza, ya no sé qué hacer sin ti.

Deberíamos replantearnos nuestra carrera profesional y hacernos plañideras los domingos por la tarde. Just saying.

Ah, y Feliz Navidad, Bego.

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