Ya está. It’s over.

Se han comido las tortillas, hemos subido corriendo las escaleras (para variar), ha sonado la sintonía y hemos tratado de aguantar la risa mientras pretendíamos ser gente seria.

Iker me la ha jugado, me ha hecho llorar. Ha sido justo al final, cuando creía que lo tenía todo controlado.

Quedan atrás muchos días ajetreados, tardes muertas, nervios, estrés, risas, muchas risas, pero también lloros.

Y coño (perdón, mamá), cuánto he aprendido.

Llegué siendo una y me voy siendo una y media. Me llevo un poquito de cada uno de mis compañeros. Esos que con tanta paciencia me han enseñado a sintetizar (fail); a mandar emoticonos por Whatsapp para parecer menos navarra; y que me han dejado creer que soy la jefa del cotarro y que puedo empapelar la redacción de post-its (la foto es mala, pero bastante tengo con no ponerme a lloriquear otra vez).

Ha sido un año muy duro y precioso, y han estado ahí tanto en lo personal como en lo profesional. Me voy con algún que otro padre y madre extras que me han escrito de noche para prohibirme salir de la cama y obligarme a beber un caldo calentito cuando me subía la fiebre; que sin preguntar me han dado un abrazo cuando el día era para olvidar; y que me han escuchado cuando más falta me hacía liberarme.

Voy a echar de menos los gritos de «¡Navarra!, ¿cuánto queda?» y las caras de desesperación porque sigo enganchada a OT como el primer día. ¿Quién me va a reñir ahora por sentarme mal? ¿Y quién se va a reír de mí cuando salga desesperada del estudio porque soy incapaz de grabar una crónica sin trabarme?

Un «gracias» se queda corto, pero es lo máximo que puedo expresar hoy.

Gracias por haberme dedicado tiempo, que es lo más valioso que se le puede dar a alguien, y por haberme ayudado a crecer como persona y como periodista.

PD: Solo admito bajas por maternidad o paternidad y excedencias para viajar por el mundo. Queda dicho.