Algunos creen que me precipito, otros que hago lo correcto. Otros tan solo me dicen que haga lo que haga, tiene que salirme del corazón. ¿Qué te pide el cuerpo, Amaia? Ni yo misma lo sé. ¿Quedarte? ¿Irte? ¿Volver a casa? ¿Qué quieres hacer? ¿Qué no quieres hacer?
Quizá es que tengo abiertas demasiadas vías sin salida. Demasiada esperanza puesta en distintos caminos que no llevan a ninguna parte. O quizá sí. No sé qué decir, no sé qué hacer. Mi cuerpo y mi cabeza piden cosas distintas según el momento, el lugar, según -incluso- la persona con la que acabe de hablar.
De momento solo puedo permitirme las decisiones intermedias. Irme sin dejar de estar y estar sin dejar de irme. No sé si es la opción más sabia o la más estúpida, pero al menos no me hace elegir.
Qué miedo da pensar que nunca vas a volver a un lugar donde has sido feliz, y qué terror produce pensar que tanto trabajo quizá no dé sus frutos. «Seguro que los da» -me repite la Bego cuando aparece una vez al mes.
Me lo repiten la Bego y los trescientos bastones que han salido a ayudarme a lo largo de este último año. Algunos -es cierto- llevan conmigo toda la vida.
«Todo llega, Amaia. Te lo prometemos. El camino es largo pero para eso nos tienes, para apoyarte en nosotros: Aunque no sepas puntuar y escribas como si estuvieses hablando. Aunque tengas mala leche y no des abrazos. Aunque tu único objetivo en esta vida sea vender cafeteras. Aunque no respondas al móvil en tres días. Aunque, aunque, aunque…. Aunque tú te pienses que no llegas, llegaremos contigo».
Joder, qué bendita suerte tengo de teneros.
Y qué miedo tengo a esa incógnita oscura que se asoma a lo lejos.
Bego, por favor, vuelve toda tú. Vuelve con tus pepinillos y tus abrazos. Vuelve con tu sarcasmo, con tus ganas de comerte la vida. Que no nos frene lo oscuro.