La Bego estaba furiosa. Rabiosa. Furiosa. Rabiosa. Furiosa.
Y de repente, indiferente.
En su mente, y también en la mía, sonó un clic. Ya está. It’s over. I’m done.
Fue oír su clic y mi cuerpo reaccionó con una explosión de energía. No supe explicar el porqué. Y sin embargo, ya sabía que ocurriría porque (N.) me lo había avisado.
No fue tan sencillo como parece. En realidad la Bego y yo le dimos muchas vueltas a la cabeza. Y reconozco que hemos tenido una recaída. Breve pero intensa. Se solucionó cuando cierta persona nos llevó a abrazar árboles. Sí, árboles. Una experiencia curiosa, sobre todo a determinadas horas de la noche. Pero quiénes somos nosotras para negarnos.
Ayer, en un momento de centrifugado de ideas, le tuve que reconocer a la Bego que no me enorgullezco de muchas cosas que he hecho. Entre ellas, me arrepiento de haberme dejado llevar en tantas ocasiones por la bomba de relojería que tengo en mi interior. Y siento las consecuencias. Lo siento porque a veces no soy capaz de controlar las explosiones y hago daño. Y lo siento aún más porque, en el fondo, a veces no quiero ser capaz de controlarlas.
Siempre me han dicho que soy demasiado incendiaria, demasiado bruta. Y últimamente he estado como dormida, insensible, tremendamente calmada. Hasta ese día, en que exploté. Era algo que me faltaba por hacer, yo sabía que en mi interior quedaba una explosión más. Un terremoto más, y pequeñas replicas que acabarán desapareciendo. Como todo. Bueno, como todo, no. Como todo menos la Bego.
Ha sido el descubrimiento más importante de mis últimos años. El salto más grande. El más incendiario.
Siempre nos quedarán los pepinillos.
I told you, mom. I just needed time.