«No hay mal que cien años dure, ni pintxo de tortilla que no lo cure».
Me llevo repitiendo esta idea todas las fiestas de la Blanca. Y me lo estoy tomando muy en serio: pintxo por aquí, pintxo por allá. Ya negociaré una talla más con mis pantalones a partir del viernes. Es cuestión de supervivencia. Mis amigas creen que soy adicta a la tortilla de patata y no encuentro ninguna excusa para negarlo.
De algo hay que vivir mientras nos morimos de sueño.
La Bego y yo. Porque vamos en pack.
La Bego lleva unos días también sin dormir. Sin dormir y muy callada. Sé que algo le pasa pero aún no he descubierto qué es. A veces aparece, llama a la puerta -toc, toc- y se va por donde ha venido porque mi cerebro, frito de sueño, no es capaz de seguir sus razonamientos.
La última vez que hablé con ella estaba un poco revuelta, tenía un centrifugado de ideas en la cabeza y no conseguía centrarse. No es que eso sea una novedad, pero es verdad que esta vez la noto distinta. Ya no está triste aunque a veces creo que echa de menos algo. Tengo que descubrir qué es.
La verdad es que no me siento con fuerzas para abrirle la puerta y llegar al fondo de su mente. Es muy difícil entenderle, necesitas ser una persona muy estable, y no creo que yo, en este momento de mi vida, sea lo mejor para ella.
En Cerdeña, donde estuvimos de vacaciones, estuvo muy tranquila, y creía que ya se le había pasado. Sí que es verdad que tuvo algunos momentos de bajón pero es lo normal. Es lo que tiene el «modo de vida lagarto» -vuelta y vuelta al sol-, que te deja demasiado tiempo para pensar.
Para reconectar.
Reconectar contigo misma para darte un impulso, para seguir subiendo, para encontrar aquello que te hace casi tan feliz como comerte un pintxo de tortilla de resaca.
Reconectar es incluso más duro que desconectar. E incluso, diría yo, es más duro que equivocarte y comerte un pintxo de tortilla de patata sin cebolla.
Definitivo: necesito dormir.