Pablo

Juraría que no llega al metro y medio. Lleva un rato correteando por la playa con su traje de neopreno azul y una camiseta roja. Hace un poco de frío (de hecho no me he quitado ni el abrigo ni la bufanda), pero a él parece que le da igual.

Ha ido corriendo hacia un surfero que salía del mar para chocarle la mano. Qué mirada de admiración. No puedo evitar pensar que ojalá alguien nos mirase a cada uno de nosotros, al menos una vez en nuestra vida, con esa mirada. Y al menos durante los escasos cinco segundos que ha durado ese encuentro entre Mr. surfero y el chaval.

Porque es un chaval. No tendrá más de diez años y ya va correteando por la playa con su neopreno azul y una tabla de surf a juego.

Solo hay tres personas más bañándose. Son turistas, como yo, pero un poco más locos porque a ver quién es el guapo que se mete un Jueves Santo, con este aire, en la playa de Deba. Ah, sí. Que no lo había dicho. Me he venido a comer aquí con la Bego, para estar un poco a nuestro rollo. Ha sido la mejor decisión en muchos meses.

Pero volviendo al chaval.

A mí me parece que es el más valiente de la playa (los otros están chalados, no hay más), aunque el mar parece que le da mucho respeto. Ha intentado meterse en el agua cuatro veces, pero siempre se arrepiente. Hay una pareja cerca que también le mira divertida.

Qué identificada me he sentido con él. Sentirse pequeño no es fácil, y menos aún cuando lo que tienes delante es el mar. Un mar de olas, o de incógnitas; de corrientes o de dudas. Y agua, mucho agua y muy fría.

El chaval, al que llamaré Pablo, no ha conseguido meterse en el agua. Se ha sentado sobre la tabla, en la orilla. Pablo mira fijamente el mar y cada vez que llega una ola sale corriendo como si el agua quemase.

Quizá queme. Aunque lo más probable es que esté tan jodidamente helada como mis pies. Llevo dos horas sentada en la arena con los pies descalzos y creo que empiezo a tener síntomas de congelación. Pero no quiero volver.

Aquí me siento tan libre, tan feliz y tan valiente como Pablo. Aunque los dos tengamos miedo del mar de olas y de dudas que tenemos enfrente.

Al final Pablo se ha rendido. Pero solo por hoy. Está lavando su tabla azul en las duchas de la playa para no ensuciar el coche a la vuelta. Y se ha ido.

Se ha ido pero sabiendo que volverá, con esa confianza ciega en que el mar siempre estará ahí, para él, con él. Y algún día Pablo se atreverá a lanzarse a surfear a pesar de las corrientes, del agua helada, de lo desconocido. Pablo encajaba de forma tan perfecta en esta postal que creo que este es su lugar.

Yo en cambio aún no sé muy bien qué hago aquí ni qué me ha traído a esta playa perdida un Jueves Santo. Quizá solo necesitaba ver a Pablo para entender que solo es cuestión de tiempo, y que tarde o temprano yo también voy a ser capaz de subirme a una tabla y lanzarme a surfear. A pesar de que hoy tenga que rendirme, de que hoy no me vea con fuerzas para hacerlo, aunque tenga que lavar mil veces la tabla para no ver esa arena que me recuerda cada una de las veces que no fui capaz de lanzarme.

Hasta que sea capaz de reconocer que antes de lograrlo, porque lo lograré, fracasé muchas veces.

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