Estará cerca de la mayoría de edad. Le cuelgan las piernas del banco donde está sentada observando pasar a los demás. Me siento con ella, está callada, y a mí tampoco me apetece hablar.
Sin embargo, hay algo que nos impulsa a las dos a mirarnos. Y a empezar a hablar. No es que nunca haya necesitado que alguien me empuje a hablar, pero esta vez sí. Es la confianza en el desconocido, que hace que puedas contarle cosas que jamás dirías en voz alta porque sabes que nunca nadie te relacionaría con ellas. Y a ella creo que le pasa lo mismo.
Y ella me habla, y me cuenta, y me transmite paz, pero también desazón y ternura. Es un revoltijo de emociones. Me transmite un centrifugado de ideas y días que dan para olvidar mucho y recordar poco.
Me cuenta que está triste porque tiene «mal de razones». Yo me empeño en creer que es mal de amores pero me dice que no, que a ella el amor no le duele, ni tampoco el corazón. Que le duele el no entender, el pensar y pensar y pensar y terminar saliendo a correr para airearse. Bueno, esto último, no. Siempre ha creído que correr es de cobardes, así que corre un ratito, se sienta, y vuelve a pensar. Pero esta vez piensa más tranquila, sin tensión, sin llanto, y con comida.
Me cuenta que come para crecer. No sabe si crecer a lo alto o a lo ancho. Pero tiene que crecer porque si no, se queda canija. Me cuenta también que un amigo le ha obligado a tener la cabeza siempre muy alta por orgullo de ser y porque si no, se queda muy pequeña. Me dice que lo intenta pero que de tantas vueltas que le da a la cabeza, le pesa y se le cae, pero que siempre que ve a su amigo, la levanta porque si no, le llama enana.
Me cuenta también que tiene muchas virtudes y muchos defectos. Que uno de ellos es llegar siempre cinco minutos tarde. Dice que no lo hace adrede pero que le sale solo. Yo le digo que también soy un poco tardona, pero que pongo cara de apuro cuando llego y así me perdonan un poco, aunque solo a veces.
También me cuenta que le duele recordar y que otros no recuerden. Que a veces su abuela no se acuerda de quién es, pero que ella lo lleva bien, o al menos lo intenta. Yo le digo que mi yaya a veces tampoco sabe quién soy, pero que otras veces me da la mano y me sonríe y que para mí eso es más bonito que cualquier otra cosa del mundo.
Y hablando de cosas bonitas, me confiesa que ella se quiere mucho. Ahora más que antes, porque antes no se quería tanto. Y que se quiere mucho y que ha decidido escribirse en la pared que «no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo aguante». Para aprender a levantarse con un poco más de alegría. Y dice que cuando sea capaz de escribir eso, dejará de dolerle el mal de razones. Bueno, eso quizá no. Porque confiesa, y creo que tiene razón, que su padre siempre le dice que piensa demasiado rápido y que no hay quién le siga. Y eso ella no lo quiere perder. Le digo que no lo haga, que yo le sigo y que si quiere, me puede contar todo lo que se le pase por la cabeza.
Se ríe, me río, nos reímos. Y mira el reloj: «Ay, he quedado con mi madre ahora. Otra vez que voy a llegar tarde». Le aconsejo que ponga cara de apuro al llegar, y que ella nunca llegará tarde, que llegará guapa. Y que, por favor, siga saliendo a correr y se siente en ese banco a esperarme, que yo haré lo mismo. Y que cuando cumpla la mayoría de edad, nos curaremos del mal de razones con una cerveza. O dos.