Estoy preocupada. Llevas varios días sin aparecer. ¡Casi una semana! Bueno, más que preocupada me tienes enfadada. ¿Se puede saber dónde te has metido?
Las mañanas no son iguales ya. No bajo las escaleras del metro con la misma alegría. Ya no se oye música. Solo ruido. Y pasos. Muchos pasos. Pasos rápidos. Tacones pisando fuerte. Demasiada prisa. La mayoría corren. Yo también. ¿Por qué? No lo sé, pero corre. ¿Viene el metro? Imposible saberlo. Pasa cada tres minutos, pero corre. Corre. Corre.
Qué agobio, qué calor. Demasiada gente. Escaleras mecánicas. Otra vez. Y otra vez. ¿Estoy yendo al centro de la tierra? Eso parece. ¿Por qué? No lo sé, pero corre. Corre. Corre. Y corres tanto que llegas hasta el final del andén, pero ahí no se oye su música. Y optas por quedarte al principio, bajo las escaleras, para oírle tocar. Qué maravillosa es la música.
Pero lleva una semana sin aparecer. Y hoy, hoy es mi última oportunidad. Es el último día que cojo este metro para ir a trabajar. ¿Dónde estás? Ahí, por fin. Mientras bajo las escaleras oigo los últimos acordes de una canción cualquiera.
Aquí estás.
Tiene el pelo negro, largo, raya en medio, y una guitarra eléctrica con la que nos alegra la mañana. Siempre tiene la mirada baja, pero cuando te acercas, levanta la cabeza y te sonríe. Es su forma de darnos los buenos días.
Llevo dos meses queriendo darle las gracias. Un pequeño gracias por todos esos buenos días desinteresados que me ha regalado. De hecho, el otro día me guardé dinero en todos los abrigos, por si acaso. Vale, solo tengo dos abrigos y pocas monedas, pero oye, hay que ser precavida. Llevo una semana agarrando las monedas cuando bajo por las escaleras. Pero no estás, ¡no estás!
Vamos a ver, guitarrista anónimo de pelo negro, largo, raya en medio y chaqueta negra. ¿Te crees que puedes venir, acostumbrarnos a tu presencia y luego irte?, ¿sin más?, ¿sin anestesia?
Pero, ay, música.
Estás.
Ahí.
En tu esquina.
Como si nada.
Me dan ganas de reñirte. Pero espera, algo falla. Es la última mañana y no estás tocando. Hoy estás distraído, parece que te pasa algo. Espero que no sea nada. Me dan ganas de acercarme y decirte que todos estos zapatos que pasan taconeando y sin taconear todos los días, aunque no te lo digan, te han echado de menos. Incluso sin darse cuenta. Eres parte del día a día, y si te vas, se nota. ¿Por qué sigues sin tocar?
Pero a ver, guitarrista anónimo de pelo negro, largo, raya en medio, chaqueta negra, y vaqueros. Ahora en serio. Quedan tres minutos para que venga el metro. Me da vergüenza acercarme si no estás tocando. Dos minutos. La, la, la, la. Vale, ya no puedo disimular más. Un minuto. Empieza a tocar. Por fin.
Me acerco. Me da las gracias por el dinero. ¡No! ¡Gracias a ti! La alegría que transmites no se paga con dinero. Pero no se lo digo. Solo susurro un «Gracias a ti».
Ahora no es él quién se lleva la música a otra parte. Somos nosotros los que nos llevamos un poco de su música con nosotros.
Corre, corre, corre, que se te escapa el metro.