Sombrero amarillo, colmillo enorme que sobresale al sonreír, pantalones por encima de la barriga y camisa por dentro. Está en un kiosco, con una cerveza en la mano, baila y saluda a todos los que pasan.
Estaba en la puerta de Atocha. Eran las cuatro de la tarde y hacía tanto calor como en el infierno. Grado arriba, grado abajo. No me había dado tiempo a comer, así que saqué el bocata de tortilla que con tanto salero me había preparado el camarero de la radio y me senté encima de la maleta a comerlo. De ese bocata me sobraba poco. Solo el papel de aluminio. La verdad es que era bastante patético verme comer. La tortilla se me caía por los lados, y me manché entera.
Levanté la vista para observar a un grupo de chavales que volvían de campamento. Se oía lo típico de: «Te voy a echar de menos, nos llamamos cada semana, ¿eh?», «Tía, hablamos por guasap y quedamos por lo menos una vez al mes». Esas cosas que todos decimos al terminar un campamento y que sabemos que no vamos a hacer. Y entre abrazo y abrazo, le vi.
Un señor con un sombrero amarillo, cerveza en mano, camisa por dentro y pantalón alto. Bailaba y saludaba a todos mientras hablaba con el señor del kiosko. Al sonreír dejaba ver un colmillo grande. Recuerdo fijarme en él porque yo también tuve ese sombrero, pero en rojo; yo también bailaba, pero en Pamplona y no en Madrid; y también tenía una cerveza en la mano. O igual no, igual era sangría. Pero también parecía un poco loca. [Malditos sanfermines]
Recuerdo reírme al mirarle. Ese tío sí que sabía lo que era pasárselo bien. Al lado de un ventilador que el señor del kiosko había puesto encima de la barra, se movía al compás del cacharro. Dos pasitos a la derecha, dos pasitos a la izquierda. «Aquí pasamos de todo menos calor», parecía decir con su baile.
Los que lo miraron al pasar por su lado probablemente lo tacharon de loco. Fueron pocos, la mayoría iba mirando al móvil. Una señora lo miró bastante raro, pero él sonreía y bailaba al son de una música imaginaria.
Volví a mi bocadillo. Tarea de riesgo. Se me cayó un trozo de tortilla enorme. Fue doloroso. Como cuando pierdes una posesión valiosa. Vale, llevaba muchas horas sin comer. Y las que me quedaban.
Noté una sombra acercándose a mí. Era el tipo del sombrero amarillo. Me sonrío y me alargó una mano con una botella de agua fría.
-Tome muchacha, la va a necesitar.
-No gracias, ya tengo una.
-Tomela-insistió-, es un regalo. Hace calor, está sola y ese bocadillo es muy grande.
Me volvió a sonreír y se fue bailando mientras yo le daba las gracias. Me entraron ganas de reír y de ponerme a bailar a mí también. No por el agua, que ya tenía, ni porque llevase demasiadas horas al sol, sino porque una vez más, el que parecía loco, al que mirábamos raro, nos demostró que con pequeños gestos, el mundo es un lugar más bonito. Ese señor no me conocía de nada pero pensó que, quizá, un vaso de agua fría me haría más fácil la espera.
Pasó el rato y el blabla car que esperaba no llegaba. Noté que alguien me miraba. El tipo del sombrero. Otra vez. Ahora un poco más lejos. El semáforo del paso de cebra estaba verde pero él esperó a que le mirase. Inclinó un poco la cabeza, se quitó el sombrero y me dijo adiós.
Y se llevó la música a otra parte.